Pornografía verbal

Diti­ram­bos y que­jas de cua­derno. Regis­tro de llo­ri­queos y hallaz­gos personales.

Gato paralelo

Hace días que alu­cino la insi­nua­ción de un gato. Lo había vis­to pasear jun­to al escri­to­rio. Casi vi de fren­te su con­torno bur­bu­ja en el libre­ro. Has­ta el hedor de sus heces se sien­te inexplicablemente

Vía de la palma

Me sacu­dió un cam­bio súbi­to en la tec­tó­ni­ca de la pal­ma de la mano dere­cha. En el pru­ri­to incon­tro­la­ble por el pun­ti­to (como pique­te de insec­to), ensa­ya­ba la nece­si­dad de escri­bir, sin des­per­tar del todo, sin que­rer ras­car­me, pal­pan­do sola­men­te la pro­tu­be­ran­cia. Daba vuel­tas a los cami­nos del rela­to y las dis­cul­pas para pos­po­ner­lo. Al pren­der la luz vi el cam­bio de agu­jas recién tra­za­do, aún latien­do, como ojo des­vío de sur­cos en lugar de vías, tiran­do la línea, unién­do­la, bifur­can­do la vida, alargándola.

Transiciones

Muchos encuen­tros me pro­vo­can sín­dro­me de abs­ti­nen­cia. No sólo son los temas, el taba­co o el café, aun­que cla­ro, con­tri­bu­yen. Es el cam­bio súbi­to de una tem­pe­ra­tu­ra a otra, sol­tar la gen­te, la risa. Hace tiem­po des­cu­brí que no debía qui­tar­me los audí­fo­nos has­ta des­pués de un buen rato de haber lle­ga­do a casa. Ayu­da­ba a ate­rri­zar, como fro­tar­se los ojos des­pués de salir del cine.

19 de septiembre de 1985 (veinte años después)

A 20 años, un recuen­to, el pri­mer repa­so. Ape­nas había ama­ne­ci­do, supon­go, a la con­cien­cia. Seis o sie­te años con­ta­ría para ese enton­ces. 19 de sep­tiem­bre de 1985. Era muy de maña­na. Sen­ta­do a la mesa del come­dor. A mi izquier­da la ven­ta­na que daba al esta­cio­na­mien­to, un pri­mer piso en el sur de la ciu­dad, don­de deja­ba de ser­lo, aún había mucho ver­de y mucho azul. Las cor­ti­nas blan­cas, tal vez ama­ri­llas, pero las que recuer­do son las blan­cas, como de plás­ti­co o de tela, no recuer­do si se podía ver para afue­ra. Creo que eran blan­cas. Fren­te a mí, el desa­yuno, creo que un vaso de leche. No sé en qué momen­to comen­zó el terre­mo­to. No sabía que era, no sola­men­te no tenía pala­bras para eso sino que la satu­ra­ción de estí­mu­los me roba­ban cual­quier bal­bu­ceo posi­ble. Mi her­mano, muy peque­ño. Lo reco­ge­ría el trans­por­te un poco más tar­de que a mí. Creo que tenía el uni­for­me rojo pues­to, el de la Con­ti­nen­tal. No, él toda­vía usa­ba la bata del kin­der. No recuer­do. Y tem­bla­ba. Mi abue­la salía des­de la coci­na con su “¡Jesús, María y José!”, más dra­má­ti­co que nun­ca. Creo que todo cru­jía hacien­do rui­do. El esté­reo cami­na­ba por sí solo. ¿Caían pla­tos? Dema­sia­da leche, dema­sia­dos rezos de mi abue­la. Quie­ro vomi­tar. Trae un poci­llo, una espe­cie de cace­ro­la azul de pel­tre, don­de se hacía la gela­ti­na, y yo vomi­to. No recuer­do si abra­zó a alguno. Nadie la abra­zó a ella. Mi her­mano solo en el sillón y un cua­dro que no qui­so caer­se sobre él. …