Relevo azul y oro

Mi padre solía lle­var­nos a mi her­mano y a mí al esta­dio de CU cuan­do era­mos niños. Nun­ca sen­tí un ape­go par­ti­cu­lar por los Pumas y pasó mucho tiem­po antes de que lle­ga­ra a estu­diar en la Uni­ver­si­dad, pero ir al esta­dio era una aven­tu­ra ínti­ma entre los tres, com­par­tir el len­gua­je y ritual mera­men­te fut­bo­le­ro. Recuer­do de esos días sobre todo los gola­zos de Luis Gar­cía, a Jor­ge Cam­pos y las inge­nio­sas fra­ses de la porra de los Pumas que intem­pes­ti­va­men­te rom­pían el bulli­cio del esta­dio lue­go de un silen­cio que aspi­ra­ba cual­quier otro ruido.

Recuer­do mucho el frío, pro­vo­ca­do qui­zás por las buta­cas de cemen­to y los chi­flo­nes (así le lla­ma­ba mi abue­la a las corrien­tes de aire). En aque­lla épo­ca aca­ba­ban de pasar una pelí­cu­la sobre las Chi­vas en la tele­vi­sión, de la épo­ca del Cam­peo­ní­si­mo. Por ello, por los goles de Luis Gar­cía, el colo­ri­do de Cam­pos y por la influen­cia de la serie Los años mara­vi­llo­sos, cada medio­día en el esta­dio ade­más de mirar el par­ti­do, me narra­ba a mí mis­mo la esce­na como si la estu­vie­ra recor­dan­do en un futu­ro muy lejano, como si estu­vie­se pre­sen­cian­do algo his­tó­ri­co. No recuer­do de mane­ra pre­ci­sa las narra­cio­nes de enton­ces pero no me equi­vo­qué al pen­sar que esas expe­rien­cias serían his­tó­ri­cas e irre­pe­ti­bles. Aque­llo que nos con­ta­mos de nues­tro pre­sen­te (aún en un tiem­po nos­tál­gi­co fin­gi­do) no es nece­sa­ria­men­te lo que nos mar­ca y con­for­ma. La hue­lla es la con­mo­ción, el soni­do de un balón patea­do con toda la fuer­za, el rugir de la gen­te, el aro­ma de los ates que obse­quia­ban los afi­cio­na­dos del More­lia aún sien­do rivales.

El pasa­do 20 de noviem­bre miles de per­so­nas de todos colo­res y de todos los rin­co­nes del país mar­cha­ron jun­tos, ado­lo­ri­dos, con indig­na­ción y har­taz­go. Cuan­do vi a un niño con la ban­de­ra de la UNAM qui­se mirar lo que mira­ba, ima­gi­nar qué le esta­ba emo­cio­nan­do, cómo se habrá de con­tar a sí mis­mo esa tar­de que car­ga­ba la ban­de­ra jun­to a su fami­lia, jun­to a tan­ta gen­te uni­da, gri­tan­do, cantando.

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