Crónicas de malviajes I

Foto: Tony Fischer

Algu­nos ciclis­tas pare­cen con­ver­tir­se en após­to­les (cas­tro­sos o are­no­sos, según el ojo del juez) del con­vi­vir ciu­da­dano y del res­pe­to al regla­men­to de trán­si­to. Más allá de las razo­nes psi­co­ló­gi­cas que tien­tan a cual­quier ser humano de ver a los demás por enci­ma del hom­bro (moral), hay una razón que pue­de dilu­ci­dar ese fenó­meno: no que­rer morir atro­pe­lla­do. Andar en bici­cle­ta pue­de hacer­te sen­si­ble a la fra­gi­li­dad de tu per­so­na y a cómo cual­quier mez­quin­dad, error o dis­trac­ción pue­de asesinarte.

Las mis­mas razo­nes tam­bién sir­ven para expli­car el por qué muchos ciclis­tas son tan que­jum­bro­sos y exa­ge­ra­dos (chi­llo­nes, diría un ami­go). No siem­pre rela­ta­mos nues­tras andan­zas en la calle por­que más que intras­cen­den­tes son difí­ci­les de trans­mi­tir: la sen­sa­ción de fres­cu­ra cuan­do el vien­to cho­ca con tu cuer­po can­sa­do; esa extra­ña comu­nión máqui­na-per­so­na cuan­do alcan­zas un rit­mo que te lle­va casi sin esfuer­zo a bue­na velo­ci­dad; reba­sar y reba­sar autos sabien­do cuán­to va a durar tu reco­rri­do con o sin trá­fi­co; dete­ner­te a des­cu­brir fon­das, tien­das y luga­res por colo­nias que jamás hubie­ras cono­ci­do de otra for­ma. El no con­tar siem­pre la deli­cia de un via­je ordi­na­rio y sin con­tra­tiem­pos nos ale­ja de la mejor publi­ci­dad hacia esta for­ma de transporte.

Escri­bi­mos lo opues­to por lo que ya dije, no que­rer morir atropellados.

Hace un rato iba por ave­ni­da de las Torres hacia el nor­te. Deba­jo de Chu­ru­bus­co un auto me aven­tó lámi­na para reba­sar, inva­dien­do mi carril. Uso espe­jo retro­vi­sor por lo que estas manio­bras no me toman des­pre­ve­ni­do, pero dan mucho cora­je. ¿Por qué la pri­sa o pri­vi­le­gio auto-per­ci­bi­do pue­den poner­te en ries­go sin razón? Me encon­tré con la auto­mo­vi­lis­ta un semá­fo­ro más ade­lan­te. Le recla­mé el que me hubie­ra aven­ta­do el auto.

— ¡Cuan­do este­mos en la ciclo­vía, habla­mos!— me dijo pedantemente.

— ¡Me aven­tas­te el auto! ¿Cono­ces el regla­men­to? ¿Sabes que la bici ocu­pa un carril?

— Pero no el de alta (ahí esta­ba­mos discutiendo).

— No me aven­tas­te el auto ahí.

Me tomó una foto con su celu­lar curio­sa­men­te a la mano y se mar­chó. Bajé de la bici­cle­ta, cru­cé la calle y seguí mi camino.

No habían pasa­do ni medio kiló­me­tro cuan­do un auto­bús de pasa­je­ros me aven­tó lámi­na para reco­ger pasa­je. Me fre­né detrás de él y lue­go me pre­pa­ré para reba­sar­lo. Al arran­car, de la nada un tipo en bici­cle­ta en sen­ti­do con­tra­rio se estre­lló con mi llan­ta delan­te­ra. Nadie cayó pero no me callé y esta­llé. Le gri­té ‘¡pen­de­jo!’ con impo­ten­cia y libe­ra­ción al mis­mo tiem­po. ¡Pen­de­jo!, le vol­ví a gri­tar. No se detu­vo. Con el gol­pe, lo pude haber arro­ja­do al arro­yo vehi­cu­lar, o bien, nos pudi­mos haber gol­pea­do for­tí­si­mo, un cos­ta­la­zo limpio.

No fue­ron los úni­cos cona­tos de per­can­ce en el camino, pero sir­ven para ilus­trar el pun­to ini­cial: la razón de que­rer fre­nar la ame­na­za coti­dia­na sobre nues­tra inte­gri­dad. Detrás de cada ciclis­ta pon­ti­fi­can­te hay uno impo­ten­te, deses­pe­ra­do por trans­mi­tir que hay lesio­nes y dece­sos que no tie­nen que ocurrir.

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