A 20 años, un recuento, el primer repaso. Apenas había amanecido, supongo, a la conciencia. Seis o siete años contaría para ese entonces. 19 de septiembre de 1985. Era muy de mañana. Sentado a la mesa del comedor. A mi izquierda la ventana que daba al estacionamiento, un primer piso en el sur de la ciudad, donde dejaba de serlo, aún había mucho verde y mucho azul. Las cortinas blancas, tal vez amarillas, pero las que recuerdo son las blancas, como de plástico o de tela, no recuerdo si se podía ver para afuera. Creo que eran blancas. Frente a mí, el desayuno, creo que un vaso de leche. No sé en qué momento comenzó el terremoto. No sabía que era, no solamente no tenía palabras para eso sino que la saturación de estímulos me robaban cualquier balbuceo posible. Mi hermano, muy pequeño. Lo recogería el transporte un poco más tarde que a mí. Creo que tenía el uniforme rojo puesto, el de la Continental. No, él todavía usaba la bata del kinder. No recuerdo. Y temblaba. Mi abuela salía desde la cocina con su “¡Jesús, María y José!”, más dramático que nunca. Creo que todo crujía haciendo ruido. El estéreo caminaba por sí solo. ¿Caían platos? Demasiada leche, demasiados rezos de mi abuela. Quiero vomitar. Trae un pocillo, una especie de cacerola azul de peltre, donde se hacía la gelatina, y yo vomito. No recuerdo si abrazó a alguno. Nadie la abrazó a ella. Mi hermano solo en el sillón y un cuadro que no quiso caerse sobre él.
Lo siguiente que recuerdo es mi abuela diciendo que no asistiríamos a la escuela. Vinieron a tocar hasta la casa. Habiendo llegado la luz, las noticias y un breve vistazo al desastre. ¿Habló mi madre? Nuestro teléfono era el 5 94 52 92, ¿ya teníamos el gris ericson? Muchas llamadas, creo que también mi padre llamó. Creo que había miedo, preocupación, ¿desconsuelo?, ¿zozobra?, ¿miedo? Y todos estábamos bien. También tembló en Guadalajara. ¿Pachuca?
Mi hermano y yo dábamos vueltas sobre nuestro propio eje para emular el movimiento, el mismo mareo que desde la burla era menos imponente. Mi abuela nos regañaba, ‘con eso no se juega. Ya esténse en paz’. No habíamos ido a la escuela.
El de la noche fue más espantoso. Estaba un capítulo de Chiquilladas sumamente aburrido, era musical, ¿de Crí-Crí? Nos sentamos mi hermano y yo a jugar ‘Uno’ a la mesa. Un gancho colgado de una argolla del librero-bar me indicó que todo se movía de nuevo. Mi abuela en la cocina o en el baño. Creo que regaña a alguien. Se va la luz cuando ya está ella con nosotros y sus rezos, los que se preparan cuando se está cayendo el mundo. Alguien vino a recogernos. Creo que un vecino. Creo que llegaron mis padres. Confusión en la escalera, no recuerdo. Lo siguiente es en el coche… Ah sí, Mauricio y Tere, amigos de mis padres que a la postre se divorciaron fueron a auxiliarnos. Fuimos a ver cómo estaba mi tía Ana y creo que mi tía Cecilia. Muy atractiva, ¿seductora?, Tere. Recuerdo su olor y piel apiñonada, morena, muy maquillada, ¿sus medias? Era bonita. Creo que yo me preocupé bastante, no recuerdo a qué hora regresamos a dormir a la casa. Vi cuarteaduras en la pared. ¿Ya teníamos las literas? Creo que sí. Creo que lo que recuerdo en la cara de los adultos es miedo, impotencia. ¿Ahí se habrá decidido que no se podía sentir protección de parte de ellos? ¿Habrá sido el clímax de esa separación gestada?