Traducción de Alvaro Diego
Publicado en La Palabra y el Hombre.
Revista de la Universidad Veracruzana.
Nueva Época, abril-junio de 1982.
Desde que era muy chico, quizás desde los cinco o seis años, supe que cuando creciera debía ser un escritor. Entre los diecisiete y los veinticuatro traté de abandonar esta idea, pero lo hice con la conciencia de que estaba violentando mi verdadera naturaleza y de que, tarde o temprano, debería sentar cabeza y escribir libros.
Yo era el segundo de tres hermanos, pero había una separación de cinco años de cada lado, y apenas vi a mi padre antes de cumplir los ocho. Por estas y otras razones estaba un poco solo, y pronto desarrollé manierismos desagradables que me hicieron impopular durante todos mis años de escuela. Tenía el hábito de niño solitario de inventar historias y mantener conversaciones con personas imaginarias, y creo que desde su mismo origen mis ambiciones literarias estuvieron mezcladas con el sentimiento de estar aislado y menospreciado. Sabía que tenía cierta habilidad con las palabras y una capacidad de enfrentar hechos desagradables, y sentí que esto creaba una especie de mundo privado en el cual podía tomar revancha de mi fracaso en la vida diaria. Sin embargo, el volumen de escritura —seriamente emprendida— que produje a lo largo de toda mi infancia y adolescencia, no llegaría a media docena de páginas. Escribí mi primer poema a los cuatro o cinco años, dictándoselo a mi madre. No recuerdo nada de él, excepto que era acerca de un tigre y que el tigre tenía “dientes como sillas” —una frase bastante buena, pero me imagino que el poema era un plagio del “Tiger, Tiger” de Blake. A los once, cuando comenzó la guerra de 1914–18, escribí un poema patriótico que fue publicado en el periódico local, como lo fue otro dos años después, por la muerte de Kitchener. De vez en cuando, siendo un poco mayor, escribí “poemas naturales”, malos y usualmente inconclusos, en estilo georgiano. Además, como dos veces, intenté una narración corta que resultó un fracaso espantoso. Ese fue el total de trabajo supuestamente serio que en efecto emprendí sobre el papel durante todos esos años.
Sin embargo, en cierto sentido me impliqué durante ese tiempo en actividades literarias. Para empezar estuvo el material hecho-a-la-orden que producía rápido, fácilmente y sin mucho placer. Aparte de los trabajos escolares, escribí vers d’occasion, que salían a una velocidad que ahora me parece asombrosa —a los catorce escribí íntegra una comedia rimada, a imitación de Aristófanes, en cerca de una semana— y ayudé a editar revistas escolares, tanto impresas como manuscritas. Estas revistas eran la cosa más burlesca y lamentable que se pueda imaginar, y tuve muchos menos problemas con ellas que el que ahora tendría con el periodismo más barato. Pero paralelamente a esto, por quince años o más, estuve practicando un ejercicio literario de tipo bastante diferente: la composición de una “historia” continua acerca de mí mismo, una especie de diario que sólo existía en mi mente. Creo que éste es un hábito común de los niños y adolescentes. Cuando muy niño solía imaginar que yo era, por ejemplo, Robin Hood, y me pintaba como el héroe de emocionantes aventuras, pero bastante pronto “mi historia” dejó de tener una forma tan crudamente narcisista, y se fue convirtiendo cada vez más en una mera descripción de lo que estaba haciendo y de lo que veía. Por unos minutos, en alguna ocasión, esta clase de cosa estaría corriendo por mi mente: “Empujó la puerta y entró a la habitación. Un dorado rayo de sol, filtrándose entre las cortinas de muselina, caía oblicuo sobre la mesa, donde una caja de cerillas, medio abierta, yacía junto al tintero. Con su mano derecha en el bolsillo cruzó hacia la ventana. Abajo en la calle, un gato de pelaje caparazón de tortuga estaba cazando una hoja muerta”, etc. etc. Este hábito continuó hasta que tuve unos veinticinco años, a través de todos mis años no literarios. A pesar de que tenía que buscar, y buscaba, las palabras precisas, me parecía que estaba haciendo este esfuerzo descriptivo casi contra mi voluntad, bajo una especie de compulsión externa. Supongo que la “historia” debe haber reflejado los estilos de los diversos escritores que admiré a diferentes edades, pero hasta donde recuerdo siempre tuvo la misma meticulosa calidad descriptiva.
Cuando tenía dieciséis años, súbitamente descubrí el gozo de las meras palabras, de sus sonidos y asociaciones. Los versos del Paraíso Perdido
So hee with difficulty and Iabour hard
Moved on: with difficulty and labour hee,
que ahora no me parecen tan maravillosos, me hicieron correr escalofríos por la columna, y la ortografía hee por he añadió un nuevo placer. En cuanto a la necesidad de describir cosas, ya lo sabía todo. Así resulta claro qué clase de libros quería escribir, en la medida en que se pudiese decir que quería escribir libros entonces, quería escribir enormes novelas naturalistas con finales infelices, repletas de descripciones detalladas y de llamativas comparaciones, y también de pasajes de púrpura en los cuales las palabras fueran en parte usadas en sola virtud de su sonido. En realidad mi primera novela terminada, Burmese Days, que escribí a los treinta pero proyecté mucho antes, es un poco esa clase de libro.
Doy todos estos antecedentes porque no creo que se puedan determinar las motivaciones de un escritor sin conocer algo de su anterior desarrollo. Su tema estará determinado por la época en que viva —al menos esto es válido para tiempos tumultuosos y revolucionarios como los nuestros—, pero antes de que empiece a escribir habrá adquirido una actitud emocional de la que nunca escapará por completo. Su tarea es, sin duda, disciplinar su temperamento y evitar el atascarse en un estadio inmaduro o en alguna modalidad perversa: pero si se escapa del todo de sus primeras influencias, habrá matado su impulso de escribir. Dejando de lado la necesidad de ganarse la vida, pienso que hay cuatro grandes móviles para escribir, al menos para escribir prosa. En diversos grados existen en todo escritor, y en cada uno la proporción variará en el tiempo, de acuerdo con la atmósfera que esté viviendo. Son:
I) Egoísmo puro. El deseo de parecer inteligente, de que se hable de uno, de ser recordado después de la muerte, de vengarse de grandulones que te humillaron en la niñez, etc. etc. Es una hipocresía pretender que éste no es un motivo, y fuerte. Los escritores comparten esta característica con los científicos, artistas, políticos, abogados, militares, exitosos hombres de negocios —en síntesis, con toda la crema de la humanidad. La gran masa de los seres humanos no es agudamente egoísta. Después de los treinta años, aproximadamente, desisten de su ambición individual —en realidad, en muchos casos prácticamente dejan de sentir que son de algún modo individuos- y viven sobre todo para otros, o simplemente el trabajo rutinario los sofoca. Pero también existe una minoría de gentes dotadas y voluntariosas que están decididas a vivir sus propias vidas hasta el fin, y los escritores pertenecen a esta clase. Yo diría que los escritores serios son en su mayoría más vanidosos y egocéntricos que los periodistas, aunque menos interesados en el dinero.
II) Entusiasmo estético. La percepción de la belleza en el mundo externo, o, por otro lado, en las palabras y su correcta disposición. El placer ante el impacto de un sonido sobre otro, la firmeza de la buena prosa o el ritmo de un buen relato. El deseo de compartir una experiencia valiosa que no debería perderse. El motivo estético es muy débil en muchos escritores, pero aun un panfletista o un autor de libros de texto tendrá palabras y frases predilectas que lo atraen por razones no utilitarias; o será muy susceptible con la tipografía, el ancho de los márgenes, etc. Por encima del nivel de una guía ferroviaria, ningún libro está totalmente exento de consideraciones estéticas.
III) Impulso histórico. El deseo de ver las cosas tal como son, de encontrar la verdad de los hechos y registrarlos para uso de la posteridad.
IV) Intención política. Utilizando la palabra “política” en el más amplio sentido posible. El deseo de empujar al mundo en cierta dirección, de alterar la idea de los demás sobre la clase de sociedad por la que deberían pugnar. Una vez más, ningún libro está realmente exento de un sesgo político. La opinión de que el arte no debería tener nada que ver con la política, es en sí una actitud política.
Se puede discernir cómo deben luchar entre sí estos diversos impulsos, y cómo deben fluctuar de persona a persona y de ocasión en ocasión. Por naturaleza —llamando naturaleza al estado que se ha adquirido cuando recién se llega a adulto— soy una persona en la que los tres primeros motivos superarían al cuarto. En una época de paz habría escrito libros ornamentales o meramente descriptivos, y habría permanecido casi inconsciente de mis lealtades políticas. Tal como son las cosas me he visto forzado a convertirme en una especie de panfletista. Primero pasé cinco años en una profesión inadecuada (la Policía Imperial de la India, en Birmania), y luego experimenté la pobreza y un sentimiento de frustración. Esto acrecentó mi natural odio a la autoridad y me hizo plenamente consciente, por primera vez, de la existencia de las clases trabajadoras; además, el trabajo en Birmania me había dado cierta comprensión del fenómeno del imperialismo; pero estas experiencias no eran suficientes para darme una orientación política precisa. Entonces vinieron Hitler, la guerra civil española, etc. A fines de 1935 todavía no llegaba a una decisión firme. Recuerdo un poemita que escribí por esas fechas, expresando mi dilema:
Un vicario feliz hubiera sido
hace doscientos años,
predicar la perdición eterna
y ver crecer mis castaños.
Pero, ay, nací en un mal momento
y perdí ese cielo placentero,
porque me ha crecido pelo sobre el labio
y los curas andan todos rasurados.
Y aun después los tiempos fueron buenos,
éramos tan fáciles de complacer,
acunábamos nuestros problemas hasta hacerlos
en el regazo de los árboles dormir.
Ignorantes de todo osábamos gozar
los goces que hoy disimulamos,
el verdezuelo en la rama de manzanas
pondría a temblar a mis enemigos.
Mas vientres de muchacha y albaricoques.
truchas de arroyo sombreado,
potros, patos en vuelo al atardecer,
todo ello es un sueño.
Otra vez soñar está prohibido:
mutilamos nuestro gozo o lo escondemos;
los caballos son de acero cromado
hombrecitos gordos deben manejarlos.
Soy la oruga que nunca cambió,
el eunuco sin harén;
entre cura y comisario
marcho como Eugenio Aram;
Y el comisario está contando mi destino
mientras la radio propaga,
pero el cura ha prometido un Austin Seven,
porque Duggie siempre paga.
Soñé que habitaba antesalas de mármol,
y desperté para encontrarlo cierto;
yo no nací para tiempos como éstos;
¿Lo fue Smith? Lo fue Jones? ¿Lo fuiste tú?
La guerra española y otros acontecimientos en 1936–7 definieron la situación y desde entonces supe dónde estaba parado. Cada línea de trabajo serio que he escrito desde 1936, ha sido escrita, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y por un socialismo democrático, tal como «o lo entiendo. Me parece absurdo, en un período como el nuestro, pensar que alguien pueda evitar escribir sobre estos temas. Todo el mundo escribe sobre ellos de una manera u otra. Es simplemente una cuestión de cuál lado se toma y qué enfoque se sigue. Y cuanto más consciente se es de la propia inclinación política, mayor es la posibilidad de actuar políticamente sin sacrificar la integridad estética e intelectual.
Lo que más he deseado hacer durante los últimos diez años es convertir en un arte la escritura política. Mi punto de partida es siempre un sentimiento partisano, un sentido de la injusticia. Cuando me siento a escribir un libro, no me digo “voy a crear una obra de arte”. Escribo porque existe una mentira que quiero desenmascarar, algún hecho sobre el que quiero llamar la atención, y mi propósito inicial es lograr una audiencia. Pero yo no podría tomarme el trabajo de escribir un libro, o incluso un artículo largo, si no fuese también una experiencia estética. Cualquiera que se tome la molestia de examinar mi trabajo verá que, aun cuando es abierta propaganda, contiene muchas cosas que un político profesional consideraría irrelevantes. No soy capaz, ni quiero, abandonar del todo la visión del mundo que adquirí en mi infancia. Tanto tiempo como esté vivo y bien, continuaré siendo muy sensible al estilo de la prosa, amando la superficie de la tierra y sintiendo placer en objetos sólidos y fragmentos de información sin utilidad. Sería inútil tratar de suprimir esta parte de mí mismo. Mi trabajo es reconciliar mis gustos y disgustos innatos con las actividades esencialmente públicas, no individuales, a que esta época nos fuerza.
No es fácil. Suscita problemas de construcción y de lenguaje, y bajo una nueva forma, el de la veracidad. Permítaseme dar sólo un ejemplo del tipo más crudo de dificultad que provoca. Mi libro sobre la guerra civil española, Homage to Catalonia, es, por supuesto, un libro francamente político, pero en general está escrito con cierto distanciamiento y cuidado de la forma. Traté muy arduamente de contar en él toda la verdad sin violar mis instintos literarios. Pero entre otras cosas, incluye un largo capítulo lleno de citas periodísticas y cosas por el estilo, en defensa de los trotskistas que fueron acusados de entenderse con Franco. Es evidente que un capítulo así, que perdería interés para el lector común después de uno o dos años, tiene que arruinar el libro. Un crítico a quien respeto me leyó una disertación sobre él. “Por qué paso todo esto” dijo. “Ha convertido en periodismo lo que podía haber sido un buen libro”. Sucedió que yo sabía lo que muy poca gente en Inglaterra había podido saber, que se estaba acusando falsamente a hombres inocentes. Si no hubiera estado enojado por eso, no habría escrito nunca el libro.
De uno u otro modo, este problema vuelve a presentarse. El problema del lenguaje es más sutil y sería demasiado largo de discutir. Sólo diré que en los últimos años he intentado escribir de manera menos pintoresca y más exacta. En todo caso noto que en cuanto se ha perfeccionado un estilo de escritura, siempre sucede que ya resulta insuficiente para el propio desarrollo. Animal Farm fue el primer libro en que traté, con plena conciencia de lo que estaba haciendo, de fusionar en un todo al propósito político y al artístico. No he escrito una novela desde hace siete años, pero espero escribir otra bastante pronto. Está destinada a ser un fracaso, cada libro es un fracaso, pero no sé con claridad qué clase de libro deseo escribir.
Revisando las dos últimas páginas, veo que he dado la impresión de que mis motivaciones al escribir fueran totalmente inspiradas por lo público. No quiero dejar esa impresión final. Todos los escritores son vanos, egoístas y perezosos, y en el fondo de sus motivos se encuentra un misterio. Escribir un libro es una lucha terrible y agotadora, como un largo ataque de una enfermedad dolorosa. No se debería nunca emprender una cosa así si no se estuviera dirigido por algún demonio a quien no se pueda resistir ni comprender. A pesar de que uno sepa que el demonio es simplemente el mismo instinto que hace chillar a un bebé para llamar la atención. Y también es cierto que no se puede escribir nada legible a menos que se luche continuamente por eclipsar la propia personalidad. La buena prosa es como un cristal de ventana. No puedo decir con certeza cuál es la más fuerte de mis motivaciones, pero sé cuáles de ellas merecen ser obedecidas. Revisando mi trabajo, veo que fue invariablemente cuando me faltaba una intención política, que escribí libros sin vida y fui traicionado en pasajes de púrpura, frases sin sentido, adjetivos decorativos y engaños en general.