En la televisión y las columnas de opinión se viene repitiendo con insistencia la palabra violencia. Con autoridad exigua se señala por igual a estudiantes, twitteros, inconformes y a otros periodistas como violentos o incitadores del odio: precursores de más violencia. Se les designa de esa manera como si un grito, una movilización o una mentada de madre fuesen en sí mismos una afrenta física o pusiera en riesgo la integridad del que es diana de estas expresiones. Nada dicen de la frustración del que grita, del que ha sido despojado de recurso y oportunidad de resistir y hacerse escuchar en condiciones equitativas. El hartazgo no es un acto espontáneo, tiene raíz y rostro, se puede rastrear y narrar: es una cadena de agravios, de insultos y despojos. Mentir y deformar estas narraciones es anular a cada uno de los protagonistas que las han hilvanado. Es por ello que la masa en carne viva se solidariza horizontalmente, ensaya la conquista de su voz desde el grito desnudo que arde, que dignifica. Los medios y los mandos apostaron por la división, expropiar del hombre su capacidad para reconocerse, hermanarse y resistir. Pero de su dispendio inmoral no ha crecido más violencia, germinó ciudadanía que sigue resistiendo mientras se propaga, se inconforma y detiene la inercia que se la había impuesto. De ahí la reacción violenta y desmedida de llamar violento a quien abandona la postura plácida de asimilar la derrota.