Asombros

Admi­ra­cio­nes y secue­las por el arte ajeno.

Breve comentario sobre Bohemian Rhapsody

Bohe­mian Rhap­sody es un retra­to musi­cal. No más, no menos. Rami Malek con­vo­ca a Fred­die Mer­cury a tra­vés de una pan­to­mi­ma per­fec­ta­men­te cui­da­da: sus ges­tos, aspa­vien­tos y la voz pres­ta­da hacen tan­gi­ble una invo­ca­ción ines­pe­ra­da y suma­men­te creí­ble. La elec­ción del elen­co y su carac­te­ri­za­ción crean una cal­ca fan­tas­ma­gó­ri­ca que le apor­tan un sello inti­mis­ta al retra­to musi­cal. Ima­gino que la pelí­cu­la podrá encon­trar des­dén de la crí­ti­ca espe­cia­li­za­da por su acce­si­bi­li­dad, así como por su capa­ci­dad para gra­ti­fi­car y con­mo­ver a todos los públi­cos. Ejem­plo de esto últi­mo es la edi­ción: en Bohe­mian Rhap­sody ésta se decan­ta hacia el entre­te­ni­mien­to: entre­cor­ta momen­tos cli­má­ti­cos, deli­cio­sa­men­te som­bríos, para dejar res­pi­rar al espec­ta­dor y que pue­da son­reír de cuan­do en cuan­do en lugar de dejar que su caja torá­ci­ca acom­pa­se la emo­ción con un llan­to permanente. …

Split es un delirio navegable

Split es un deli­rio nave­ga­ble. Para embar­car­se en él hay que sol­tar­se a sí mis­mo, aban­do­nar las expec­ta­ti­vas pre­vias, estar dis­pues­to a com­prar lo que la pelí­cu­la nos va pro­po­nien­do. La pri­me­ra guía para nave­gar­la es la mag­ní­fi­ca foto­gra­fía, que nos habrá de inter­nar y ence­rrar en los espa­cios físi­cos y psi­co­ló­gi­cos de los per­so­na­jes, lle­ván­do­nos pacien­te­men­te al gran acier­to de Split: sus deta­lles y suti­le­zas. Éstos son los gran­des tra­zos de la pelí­cu­la, su rit­mo y su genia­li­dad: un con­cier­to que nos obli­ga a des­cen­der con base en actua­cio­nes ges­tua­les en con­tra­pun­to; dic­ción mul­ti­co­lor y cui­da­da de cada persona(e); una pale­ta cro­má­ti­ca limi­ta­da, rígi­da y oscu­ra que nos cons­tri­ñe en un encie­rro pro­pio. Mul­ti­tud de gui­ños y mati­ces ser­pen­tean­do un nue­vo cuen­to de terror, que sólo será creí­ble en con­jun­ción con nues­tra capa­ci­dad de ima­gi­nar o con el cúmu­lo per­so­nal de desvaríos.

Triste domingo a los siete años

En la músi­ca está con­te­ni­do algo más oscu­ro y más pro­fun­do que aque­llo que se pue­de trans­mi­tir con pala­bras. Que alguien de 7 años de edad pue­da abre­var direc­ta­men­te de este torren­te sub­te­rrá­neo y dar­le cuer­po a algo tan impo­nen­te y demo­nia­co es un mila­gro que mere­ce com­par­tir­se. El juez al final le pre­gun­ta a Ange­li­na (insis­to, de 7 años) si sabe de qué tra­ta la can­ción. Ella dice que sí, que tra­ta de un domin­go tris­te. Lue­go de un momen­to de silen­cio el juez la absuel­ve: ‘sí, y pude sen­tir esa tris­te­za’. Los intér­pre­tes tie­nen esa suer­te de vibrar sin con­ten­ción. Bas­ta mirar el acom­pa­sa­mien­to con sus pies des­cal­zos. Los intér­pre­tes son la músi­ca cuan­do son habi­ta­dos por ella: un mila­gro que los aca­ba calcinando.