Split es un delirio navegable

Split es un deli­rio nave­ga­ble. Para embar­car­se en él hay que sol­tar­se a sí mis­mo, aban­do­nar las expec­ta­ti­vas pre­vias, estar dis­pues­to a com­prar lo que la pelí­cu­la nos va pro­po­nien­do. La pri­me­ra guía para nave­gar­la es la mag­ní­fi­ca foto­gra­fía, que nos habrá de inter­nar y ence­rrar en los espa­cios físi­cos y psi­co­ló­gi­cos de los per­so­na­jes, lle­ván­do­nos pacien­te­men­te al gran acier­to de Split: sus deta­lles y suti­le­zas. Éstos son los gran­des tra­zos de la pelí­cu­la, su rit­mo y su genia­li­dad: un con­cier­to que nos obli­ga a des­cen­der con base en actua­cio­nes ges­tua­les en con­tra­pun­to; dic­ción mul­ti­co­lor y cui­da­da de cada persona(e); una pale­ta cro­má­ti­ca limi­ta­da, rígi­da y oscu­ra que nos cons­tri­ñe en un encie­rro pro­pio. Mul­ti­tud de gui­ños y mati­ces ser­pen­tean­do un nue­vo cuen­to de terror, que sólo será creí­ble en con­jun­ción con nues­tra capa­ci­dad de ima­gi­nar o con el cúmu­lo per­so­nal de desvaríos.

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