Bohemian Rhapsody es un retrato musical. No más, no menos. Rami Malek convoca a Freddie Mercury a través de una pantomima perfectamente cuidada: sus gestos, aspavientos y la voz prestada hacen tangible una invocación inesperada y sumamente creíble. La elección del elenco y su caracterización crean una calca fantasmagórica que le aportan un sello intimista al retrato musical. Imagino que la película podrá encontrar desdén de la crítica especializada por su accesibilidad, así como por su capacidad para gratificar y conmover a todos los públicos. Ejemplo de esto último es la edición: en Bohemian Rhapsody ésta se decanta hacia el entretenimiento: entrecorta momentos climáticos, deliciosamente sombríos, para dejar respirar al espectador y que pueda sonreír de cuando en cuando en lugar de dejar que su caja torácica acompase la emoción con un llanto permanente. A pesar de ello, creo que deja intacta el alma latente de este emotivo retrato, que insisto, es intimista y musical. Con mucha licencia creativa, se nos presentan escenas de momentos originarios de las canciones que han sido emblemáticas para varias generaciones; momentos de comunión, debate y hermandad musical. Llevados así de la mano, los espectadores compran la fantasía que junto a la música se amalgama en una evidencia contundente y suficiente de que en verdad los hechos ocurrieron de esa manera. Hechos musicales frente a los hechos personales. La película juega con la tensión entre ambos y cómo logran brillantez y realización apoteótica sólo cuando se ensamblan. Los momentos no musicales, la lucha personal de Mercury, son apenas insinuados y es el espectador quien tiene que imaginar el abismo, la soledad, el miedo y la desesperación de quien sólo existía en plenitud al crear.