Algunos ciclistas parecen convertirse en apóstoles (castrosos o arenosos, según el ojo del juez) del convivir ciudadano y del respeto al reglamento de tránsito. Más allá de las razones psicológicas que tientan a cualquier ser humano de ver a los demás por encima del hombro (moral), hay una razón que puede dilucidar ese fenómeno: no querer morir atropellado. Andar en bicicleta puede hacerte sensible a la fragilidad de tu persona y a cómo cualquier mezquindad, error o distracción puede asesinarte.
Las mismas razones también sirven para explicar el por qué muchos ciclistas son tan quejumbrosos y exagerados (chillones, diría un amigo). No siempre relatamos nuestras andanzas en la calle porque más que intrascendentes son difíciles de transmitir: la sensación de frescura cuando el viento choca con tu cuerpo cansado; esa extraña comunión máquina-persona cuando alcanzas un ritmo que te lleva casi sin esfuerzo a buena velocidad; rebasar y rebasar autos sabiendo cuánto va a durar tu recorrido con o sin tráfico; detenerte a descubrir fondas, tiendas y lugares por colonias que jamás hubieras conocido de otra forma. El no contar siempre la delicia de un viaje ordinario y sin contratiempos nos aleja de la mejor publicidad hacia esta forma de transporte.
Escribimos lo opuesto por lo que ya dije, no querer morir atropellados.
Hace un rato iba por avenida de las Torres hacia el norte. Debajo de Churubusco un auto me aventó lámina para rebasar, invadiendo mi carril. Uso espejo retrovisor por lo que estas maniobras no me toman desprevenido, pero dan mucho coraje. ¿Por qué la prisa o privilegio auto-percibido pueden ponerte en riesgo sin razón? Me encontré con la automovilista un semáforo más adelante. Le reclamé el que me hubiera aventado el auto.
— ¡Cuando estemos en la ciclovía, hablamos!— me dijo pedantemente.
— ¡Me aventaste el auto! ¿Conoces el reglamento? ¿Sabes que la bici ocupa un carril?
— Pero no el de alta (ahí estabamos discutiendo).
— No me aventaste el auto ahí.
Me tomó una foto con su celular curiosamente a la mano y se marchó. Bajé de la bicicleta, crucé la calle y seguí mi camino.
No habían pasado ni medio kilómetro cuando un autobús de pasajeros me aventó lámina para recoger pasaje. Me frené detrás de él y luego me preparé para rebasarlo. Al arrancar, de la nada un tipo en bicicleta en sentido contrario se estrelló con mi llanta delantera. Nadie cayó pero no me callé y estallé. Le grité ‘¡pendejo!’ con impotencia y liberación al mismo tiempo. ¡Pendejo!, le volví a gritar. No se detuvo. Con el golpe, lo pude haber arrojado al arroyo vehicular, o bien, nos pudimos haber golpeado fortísimo, un costalazo limpio.
No fueron los únicos conatos de percance en el camino, pero sirven para ilustrar el punto inicial: la razón de querer frenar la amenaza cotidiana sobre nuestra integridad. Detrás de cada ciclista pontificante hay uno impotente, desesperado por transmitir que hay lesiones y decesos que no tienen que ocurrir.